Pesimismo e ideas resilientes
“El problema es que tú eres muy pesimista.”
Esa frase me la han dicho varios emprendedores —o personas que sueñan con emprender— más veces de las que quisiera recordar. Durante mucho tiempo pensé que tenían razón. Que yo era, efectivamente, un pesimista. Incluso llegué a verlo como algo útil: me hacía detectar problemas rápido, anticipar errores, buscar soluciones antes de que las cosas se derrumbaran. Pero con el tiempo entendí que no era pesimismo, sino otra cosa. Era simplemente una manera diferente de mirar la realidad. Porque muchas veces, cuando alguien no está de acuerdo con nuestra idea, es más fácil tildarlo de “pesimista” que aceptar que tal vez nuestra idea no es tan buena como pensábamos.
El mundo de las ideas es fascinante. Es, sin duda, uno de los grandes dones de nuestra especie: la capacidad de imaginar algo que aún no existe, de organizar, de planificar, de soñar. Gracias a eso hemos construido civilizaciones, inventado tecnologías y cambiado el curso de la historia. Pero ese mismo don tiene su lado oscuro: en el mundo de las ideas nada sucede. Todo está bajo nuestro control. Nada nos contradice. Ahí, en ese espacio, todo es perfecto, pero también estático. Y si nos quedamos demasiado tiempo ahí, dejamos de enfrentarnos a lo que realmente importa: la realidad.
Porque es en la realidad donde las ideas dejan de ser cómodas y se ponen a prueba. Donde dejan de ser promesas y se convierten en hechos. Donde ya no hay espacio para el optimismo ciego ni para el pesimismo paralizante. Solo queda lo que funciona.
Yo no creo que la realidad sea pesimista. Creo que hay que ser optimista a pesar de la realidad. Pero un optimismo lúcido, no ingenuo. Uno que entienda que las ideas no son verdades, que pueden cambiar, que deben cambiar. Que una buena idea no se defiende a ciegas, se somete a prueba. Y si resiste, crece.
Muchos emprendedores se enamoran de su primera idea como si fuera parte de su identidad. La defienden con todo, aunque los números digan otra cosa, aunque el mercado grite lo contrario. Creen que rendirse sería perder una parte de sí mismos. Pero el verdadero error no está en cambiar de idea, sino en aferrarse a una que no funciona.
La mente humana no es buena con las probabilidades. Somos pésimos para estimar riesgos o calcular escenarios. Por eso recomiendo siempre lo mismo: saca tus ideas del aire y llévalas al papel. O mejor aún, a una planilla. Haz que vivan en números. ¿Cuánto necesitas vender? ¿Cuánto margen tienes? ¿Cuánto tiempo te tomará hacerlo? Si tu negocio no sobrevive en un Excel, difícilmente sobrevivirá en el mundo real.
Las ideas fuertes son como los músculos: hay que entrenarlas. Ponerlas bajo carga. Forzarlas a adaptarse. Tienen que resistir la duda, el escepticismo y, sobre todo, el paso del tiempo. No temas a quien cuestiona tus ideas, agradécele: es parte del entrenamiento.
Al final, no se trata de ser pesimista ni optimista. Se trata de encontrar equilibrio. De saber cuándo soñar y cuándo ejecutar. De aceptar que una idea no eres tú, que no te define, que puede evolucionar sin que eso signifique perderte.
Porque el emprendedor que aprende a soltar una idea no fracasa: evoluciona.
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