La dolorosa indiferencia
Se terminan sueños. Se terminan proyectos. Se sepultan ilusiones y se entierran comunidades.
Cada vez que cierra un box, no se va solo una pizarra, una mancuerna, o una cuenta de Instagram. Se va un espacio donde alguien, alguna vez, decidió pelear por la salud de otros. Donde alguien creyó que podía cambiar el mundo, aunque fuera el de unas pocas personas. Donde alguien decidió que ayudar a otros valía más que quedarse cómodo, sin embargo, muchos cierran. Porque esto no es fácil. Nunca lo fue.
No vendemos atajos, vendemos procesos. No vendemos dopamina inmediata, vendemos disciplina. No vendemos placer, vendemos un proceso, una manera distinta de hacer las cosas.
Nuestra competencia no es otro box. Nuestra competencia es el sillón. Es Netflix. Es Uber Eats. Son las RRSS y su scroll infinito. Es la cultura del mínimo esfuerzo y la máxima recompensa. Y aún así, elegimos estar acá, con el agua al cuello, intentando convencer al mundo de que vale la pena pelear por uno mismo. Pero no podemos seguir haciéndolo solos.
Veo una y otra vez cómo dueños apasionados se hunden en silencio. No piden ayuda. No se atreven a cobrar lo que vale su servicio. Creen que sacrificarse es parte del “sueño”. Creen que si aman lo que hacen, está bien vivir agotados, vacíos, y quebrados. Ayudan a todos y no quieren que nadie los vea vulnerables. No quieren que sus comunidades sepan que están quebrados, creen que si siguen trabajando duro todo se va a arreglar. Porque abrazamos la cultura de trabajar duro. Pero no basta sólo con eso. Eso no está bien.
Este blog no es una carta motivacional. Es un llamado de urgencia. Porque cada vez que uno de nosotros cae, perdemos todos. Gana el entretenimiento vacío. Gana la comodidad. Gana el “mejor no me esfuerzo”. Pierde la salud. Pierde la comunidad. Pierdes tú, pero también pierdo yo.
Necesitamos más centros como el tuyo. Pero centros sanos, sostenibles. Con líderes que se valoran, que aprenden a decir “no puedo solo”, que dejan de competir por precio y empiezan a competir por impacto. Si sigues peleando por ser el más barato, alguien va a venir a cobrar menos. Y vas a seguir bajando, hasta que no quede nada. Te vas a quedar solo, frustrado, sintiendo que diste todo por los demás y nadie estuvo ahí para ti. Y lo peor: vas a empezar a odiar eso que más amabas.
Lo he visto pasar. Lo he sentido. Llevo 14 años en esto. Y no, no somos mártires. Somos trabajadores. Pero el sistema no nos ve así. No hay día del emprendedor. Nadie celebra al que se parte el lomo por su comunidad. A ti te aplauden por “seguir tu pasión”, pero nadie te pregunta cuánto estás durmiendo, cuánto estás ganando por hora, si puedes pagar el arriendo este mes, si puedes cuidar a tu familia.
Haz el ejercicio: divide tus ingresos del mes por todas las horas que trabajaste. ¿Ese número representa tu valor? ¿Representa tu sacrificio? ¿Representa el impacto que generas? Si no, algo tiene que cambiar. Y rápido.
Este mensaje está escrito con rabia, sí. Porque me importa. Porque cada cierre me duele como si fuera mío. Porque sigo creyendo que podemos cambiar las reglas del juego. Pero no lo haremos solos. Si estás a punto de rendirte, escríbeme. Pide ayuda. No estás solo. Hay otros como tú allá afuera. Y si logramos unirnos, compartir herramientas, ideas, sistemas y no solo quejas, tal vez —solo tal vez— podamos cambiar el rumbo.
Esta cruzada sigue. Y mientras más seamos, mejor.
Porque cuando uno de nosotros cae, perdemos todos.
Pero cuando uno se levanta y pide ayuda, nos levantamos todos.
Cambiemos el mundo. Juntos.
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